mardi 2 août 2011

Alsa Karma

Soy adicto al equilibrio. Si la vida te regala un momento dulce, es que luego hallarás una amarga factura; eso sí, siempre de dimensión similar. Si te da una bofetada, esa misma mano -ni mas grande ni más pequeña- te acariciará posteriormente. Una especie de Karma 2.0 que vive conmigo.
Y así me trató una vez más la vida últimamente. Lo suele hacer a menudo; de hecho y según mi opinión, todos vivimos en un constante ciclo de reajuste, de nivelamiento. Pero esta vez ha sido una de estas en las que dices: "toma ya, un ejemplo de libro", o de blog en este caso.

Me disponía a hacer el viaje Pontevedra - Oviedo en bus; 400km, 6 horas. Para el común de los confortables mortales, una paliza; para un niño cuyos trayectos en autopista de más de 20 horas son un mero trámite, una banalidad.
Pero al subir al autobus Alsa Supra (cito el nombre porque bien se lo merecen) supe que esas horas pasarían volando. El vehículo solo cuenta con tres asientos por cada fila, lo que permite a piernas y brazos gozar de un espacio en el que se podría jugar al padel. Gran insonorización, pantallas cada dos metros (aunque las pelis sean un truño), enchufes en cada asiento, prensa, azafata, tres servicios de comida for free (sí Señor Iberia, for freeeee), equipaje sin límite (sí Señor Ryanair, no limiiiiiiit) y el máximo exponente de la vanguardia y la evolución humana: wifi!
Le pregunto a la dulce azafata (dulce is not "guapa") si podría bajar al maletero para coger mi portátil y al rato me encuentro compartiendo esta experiencia -casi- religiosa con la red de redes.


Todo esto parece sacado de una novela de Marc Levy, todo es perfecto. Irracionalmente perfecto. Una burda realidad que me recuerda que la vida, como Cofidis, no te da nada gratis. Y es que los dos niños sentados a mi izquierda, hasta ahora dormidos, se convertirían en cobradores del frac. Despiertan.

Con su despertar, la vida se convierte en un Mosso d'Esquadra y los gritos de los enanos en porras asesinas. Los guachos revolucionan por completo el, hasta entonces tranquilo, otobus. Gritan, corretean, derraman su CocaCola por el suelo. La azafata ya no sabe qué hacer para reprimirlos educadamente. Lo más desesperante es ver la permisividad de la madre. Sentada a escasos centímetros de la revolución de las trece colonias, ni se inmuta. Mira a lo lejos, completamente aislada en su mundo. Ese mundo que para el resto de viajeros se ha convertido en un infierno. Y así será durante el resto del viaje.


(foto dentro del bus en la que se aprecia claramente mi hartazgo y ganas de matar)


Por suerte, tengo mis cascos nihilistas. Subo el volumen de la playlist del reciente FIB y me pongo a recordar aventuras britanico-castellonenses (a ver si escribo algo sobre esto, que también se merece un post). Lo que sea por no tener que aguantar la personificación del antecristo, por muy angelical que sea su apariencia. Pero sus chillidos pueden con mi música. No hay nada que hacer salvo canalizar mi odio hacia la lata de Aquarius que tengo entre manos.

Una vez más, la vida ha reajustado me felicidad. Todo era demasiado bonito para durar. Estoy condenado al equilibrio.


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