Yo que pensaba dormir como un bebé… Imposible conciliar el sueño más de una hora seguida. Si no son los ronquidos, es el aire que abre la ventana y me sopla sobre la nuca –el verano asturiano es un invierno barcelonés- o si no, los lobos que cercan el albergue. Pero lo peor y más inesperado son, mis piernas. Tengo la sensación de que siguen caminando; que me quieren expulsar del reino del sueño. No paro de dar vueltas. La canadiense que duerme debajo debe de odiarme.
Apenas son las seis que ya estoy en pie. Bueno no, estoy despertado. Temo la reacción de mis piernas cuando baje de la litera. Espero que no emularan las de Barney después de la maratón de NY. Venga, ahí voy. Milagro! Aguantan firmemente. Tan solo unas cuantas agujetas que era previsibles. Desayuno Special K ; mentira, pan, Philadelphia y una pera. Eso sí, contemplando el amanecer sobre el oriente astur.
Arrancamos. Empieza fuerte. Aun estoy ajustando mi polar Quechua que ya estoy sudando. La etapa de hoy se inicia con la ascensión al Puerto del Fresno. Mis piernas hubieran preferido otro tipo de calentamiento. Muero de calor, pero con el orvallo y el frío, como me quite el polar me gano una neumonía fijo. Bueno da igual, viva el sudor y el que tenga que aguantar luego mi olor.
Cuesta creerlo, pero lo peor viene después. La bajada. Metáfora de la vida? Quién sabe. Lo que está claro es que la bajada es mucho más exigente que la subida. Por lo menos cuando llegas a la cumbre de un puerto, puedes ponerte con los brazos en jarra y contemplar orgullosamente lo que acabas de conseguir. Despues de una bajada, solo te sientes un microbio en el fondo de un contenedor. Eso sí, un microbio con la planta de los pies ardiendo. Hasta San Marcelo, son cinco kilómetros de fuerte pendiente con piedras y tierra inestable. Una gozada para los pulmones, un martirio para rodillas y tobillos. La bajada encuentra su fin en Cornellana. A partir de ahora, el Camino vuelve a subir. Este se entrelaza con una autopista en construcción, lo que convierte el sendero en un sinfín de complejos desvíos. Mis piernas aguantan. Por suerte que no tienen ojos; lo que veo yo –en el mapa con el relieve- no les gustaría nada.
Las numerosas desviaciones acaban sacandome del Camino. En realidad, estoy siguiendo un atajo sin saberlo. Un vecina del pueblo que atravieso me intercepta y me anuncia que voy mal. El Camino realiza una sucesión de “S” y yo lo que hago, es una “i” mayúscula. No sé si volver al Camino. La tentación de ahorrarme un par de kilómetros es grande. Venga, no. Ya que hago el Camino de Santiago, voy hacerlo bien. La amable mujer me acompaña entonces hasta el sendero correcto y me vuelvo a adentrar entre pinares.
Me paro en una de las fuentes. Si hay algo que no echo de menos en este Camino, es Fontvella. Aprovecho para recargar la cantimplora y comer algo. Palitos de pan y Philadelfia. No sé cuánto tiempo aguantará mi cuerpo así. Es como llenar el Ferrari de Alonso con gasoil del malo. Sentado cerca de la fuente, dos daneses y un alemán también se paran. Conversamos sobre la etapa y sobre la gentileza de la dama que nos ha guiado. Pero lo que atrae mi atención, son sus mochilas. Son dos veces mayores que la mía. En ese momento, empieza a preocuparme mi equipaje. No llevo ni esterilla ni saco de dormir. Como tenga que dormir fuera, más me valdrá caminar toda la noche. Mi mochila apenas llega a siete kilos cuando la de los demás, debe flirtear con los quince kilos.
Después de relanzarme fresquísimo como la limonada de Marlo, llego a Salas bajo un sol de justicia. Este pueblo es el final oficial de la etapa, pero visto mi estado, puedo continuar. Solo es la una de la tarde, mis piernas están en su punto y he oído muy buenos comentarios del siguiente albergue que se sitúa siete kilómetros más adelante. Brevemente, me paro para darme un chute de Filipinos. Estoy listo para un final de etapa a lo Contador.
Contador? Más bien Indurain viejuno! El último tramo son siete kilómetros de subida ininterumpida con algunos repechos que casi me hacen besar el suelo. Fácil: desde Salas, veo a lo lejos la futura autopista acariciando las nubes; un rato después, me encuentro caminando sobre esta. En estas dos etapas, es mi peor momento a nivel físico. Por suerte, mi iPod ejerce de motivador.
Por fin llego al albergue de Bodenaya ; una antigua cuadra restaurada y gestionada por tres veteranos pelegrinos. Solo quedan dos camas. Tengo suerte pero no durará, así que más me vale que llegue antes a los albergues. Estoy muerto, los últimos 7000 metros me han dejado como una uva pasa. Nunca había sudado tanto pero mis pies aguantan firmes. Al retirar mis calcetines –que ya se ha convertido en todo un solemne ritual-, una chica alemana sentada a mi lado apunta “Your feet are really nice”. Tú sí que… bueno, en otro contexto no sé cómo me lo habría tomado. Aquí, la teutona no hace más que ratificar mi técnica ultrasofisticada para evitar lesiones. Dos pares de calcetines. Los primeros, más finos, se tatúan al pie. Entonces, la posible fricción dentro de las zapatillas solo será entre calcetines, nunca con la piel del pie. Lo cual, reduce notablemente el riesgo de ampollas y rozaduras. Esto ha sido mi briconsejo de hoy amigos.
Despues de la ducha, ya me siento más abierto a conversar. Es que antes, mi olor me daba ganas de escapar de mi propio cuerpo. El resto de la tarde pasó volando charlando e intercambiando experiencias. Dos belgas; un holandés –con quién intento resucitar mi lengua muerta; dos expertas en trekking de Huesca; una alemana enamorada de mis pies; y la canadiense, que parece no tenerme rencor por lo de anoche. Los hospitaleros se encargaron de lavarnos la ropa y prepararnos una cena con mil vitaminas. Al parecer, mañana también tendremos desayuno. Esto parece un Sol Meliá solo que aquí, se da la voluntad.
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