Nuestro affaire empezó hace un par de semanas.
En mi último día de trabajo en la Feria Alimentaria de Barcelona, dos botes de mermelada acabaron en mis hambrientos brazos. Me miraron con sus ojitos húmedos, suplicando amnistía. Su destino era la despensa de una señora mayor o la fría humedad de un contenedor. Los adopté; aún sin saber como darles salida.
Por aquel entonces, vivía un romance de larga duración con las galletas María. Todas las mañanas, me despertaban empapadas de café. Su ablandada textura se deshacía en mi boca en un amalgama de sabores exóticos. Aquella relación estaba hecha para durar.
Pero llegaron los botes de melocotón y fresa a mi cocina. Ellos me presentaron unas amigas suyas; ya había oído hablar de ellas pero sin más. Las veía un tanto arrogantes, con su bronceado color, la firmeza joven de su cutis y su perfume soleado. Se llamaban Tostadas.

Una tarde, aparecieron en mi estantería, procedentes del Mercadona. Las tímidas Galletas María dieron un paso atrás, impresionadas por la percha de las nuevas inquilinas. Tuve una conversación en serio con María. Con el mayor tacto posible, intenté hacerle entender que nuestra relación necesitaba un descanso; un intermedio para arrancar luego con más fuerza. Le expuse que era muy joven para encadenarme con una vida monótona, que me quedaba mucho mundo por recorrer. Suspiró que lo entendía y se fue cabizbaja hacia el fondo del armario.
A la mañana siguiente, me declaré a las Tostadas. Todo parecía genial. Todo era frescura, vitalidad. Un nuevo comienzo. La fusión entre la mermelada y los crujientes discos de levadura parecían haberme cambiado la vida. Las nubes parecían baneadas de nuestro cielo; los ángeles tenían la pista de aterrizaje libre todas las mañanas en Paseo San Juan.
Los primeros días, me cegó la excitación de lo nuevo; el frenesí del descubrimiento. Aquello no me dejó ver detalles que con el tiempo se fueron convirtiendo en tachaduras sobre un DaVinci. Mi primera decepción fue al ver que la primera y la última del paquete, siempre estaban destruidas. Me quedaban enteras tres de cada paquete. Otro conflicto en nuestra relación fue cuando se partían al untarlas. Eran muy débiles y por veces no aguantaban el peso de la mermelada. En ese momento aparecieron mis primeras injurias. Paciencia. Porque dentro de lo que cabía, eso pasaba en la cocina.
Los problemas reales surgieron una vez en mi habitación, durante mi sesión de prensa cotidiana. Primero empezaron a partirse cuando ya habían iniciado el vuelo hacia mi cavidad bucal. El resultado eran migajas por todas partes y lo peor, manchas de mermelada sobre mi pijama Bob Esponja. En aquel momento, le impuse un ultimátum. Nada. Entró por un lado de la tostada y salió por el otro.
La mañana siguiente sería el momento de la gran crisis. Estaba yo absorbiendo un artículo sobre el acuerdo de desnuclearización entre USA y Rusia cuando me interrumpe un PLOF. Bajo la mirada. En mi mano, una décima parte de la tostada sabor fresa. Busco detenidamente por la mesa donde puede estar el otro 90%, nada. Nothing. No hay tostada en la costa. Había mirado por todas partes salvo en una... en la taza que tenía bajo la barbilla. Cual fue mi horror al ver la parte virgen de la tostada chapuzando felizmente en mi taza Ikea. Noooooooo. Dramón! Sacrilegio!!!! Ahora entiendo la estabilidad de mi relación con las Galletas María. Ellas pueden nadar en mi café sin alterar su perfección dual.
No sé qué hacer ahora. No sé como reaccionarán las Galletas María al verme volver. Espero que me perdonen y que podamos retomar nuestro idilio matutino.
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